Gontzal Largo (texto y fotos)
1. Instrucciones de uso
Viajar en crucero es sencillo, sólo hay que dejarse llevar. Si se realiza por las frías aguas del Mar del Norte, fondeando en puertos noruegos y navegando entre fiordos, hay que hacer lo mismo: dejarse llevar. Los viajes en barco por estas latitudes dinamitan muchos de los tópicos vinculados al mundillo cruceril: aquí el sol puede ser muy esquivo y las playas se ven a lo lejos o, directamente, no se ven. A bordo del Empress el plan es otro. De entrada, disfrutar del barco. De todo él. Por dentro: del spa, de las noches locas, del todo incluido, de los momentos de marejada, de las cenas en el restaurante Miramar... También, por fuera pero, mejor, abrigado, ojeando fiordos, el complicadísimo litoral de Noruega, las mil islitas que salpican el recorrido o los cabreos del mar del Norte.
Luego, cuando esta ciudad flotante con capacidad para 1.877 pasajeros y 645 trabajadores (hay pueblos del recorrido en los que no cabría tanta gente) echa amarras en uno de los siete puertos, el plan cambia. Toca turistear. Sin prisas pero sin pausas. Por libre o mediante alguna de las excursiones que se organizan desde el propio crucero. Desde Copenhague hasta Trondheim (o viceversa, porque el Empress también hace el recorrido inverso), esto es lo que dan de sí las escalas de un crucero por los fiordos noruegos. Ocho días, siete destinos.
2. Copenhague: visita rauda (sirenita incluida)
Rápido. No hay tiempo. Entre el vuelo y los trámites del embarque, apenas contamos con tres/cuatro horas para catar la ciudad. Por ello, proponemos un picoteo pausado de monumentos junto al Inderhavn, en dirección norte. Partimos desde la Estación Central, admiramos el Ayuntamiento (sí, parece un campanile sacado de un pueblo de la Toscana), fisgoneamos a través de las vallas del Tivoli (uno de los parques de atracciones más antiguos de Europa, visitarlo nos robaría una mañana entera) y tras atravesar los grandes edificios institucionales (el Christiansborg Slot, antiguo Palacio Real y el Parlamento, el Folketinget), llegamos a la Biblioteca Real, asomada a esa gran arteria de agua que es el Inderhavn. La cafetería de ésta, Øieblikket (moderna, luminosa y con buenos precios) es perfecta para tomar un sándwich o algo rápido, aparte de servir de excusa para conocer por dentro el moderno edificio conocido como el Diamante Negro.
Nuestra parada principal es el Nyhavn, el muelle de casas coloradas, el antiguo barrio marinero y macarra que hoy es un agradable boulevard al que van todos los guiris, unos a ver los barcos, otros a empaparse del sol de atardecer y algunos a fisgar en las casas de colores en las que vivió el cuentista Hans Christian Andersen cuando esto era zona de prostitutas y estibadores tatuados. Continuamos. El Inderhavn sigue a nuestra derecha. En la otra orilla veremos el edificio de la Ópera, lo dejamos atrás y llegamos hasta el Amalienborg Slot, el complejo palaciego en el que viven los reyes daneses. Unos pasos más y llegamos al Kastellet, la antigua fortaleza de la ciudad, hoy convertida en parque. Al final hay premio: la famosa estatua de la sirenita. Es pequeña, cierto, muy pequeña. Visto esto, embarquemos en el Empress.
3. Stavanger. Hambre de Noruega
Tras un día y pico de navegación por las aguas del mar del Norte, la nave amarra en Stavanger. Los cruceristas pillan con ganas el primer pueblo noruego del trayecto porque la primera impresión es inmejorable. A los pies del inmenso barco se despliega una montañita habitada por casas blancas de madera, robadas de alguna película de dibujos animados. Se trata de la parte clásica del pueblo, el antiguo barrio de pescadores y conserveros.
Stavanger tiene el tamaño perfecto y puede saborearse en un día sin prisas ni carencias. El pueblo ilustra a la perfección la historia moderna de Noruega: de ser una modestísima aldea de pescadores y empresitas conserveras, se convirtió en un señor pueblo puntero cuando se halló petróleo en los fondos marinos del país. Las dos caras de esa misma moneda se pueden ver en dos museos, el de las Conservas (con mucha máquina, mucho trasto, muy auténtico, muy revelador y muy recomendable), y el del Petróleo, más moderno, muy gráfico, con mucha maqueta y, también, mucha maquinaria, superentretenido y didáctico. Los otrosmust para el viajero apresurado son la catedral románica (la más antigua del país), el ascenso hasta la torre defensiva de Valberg, el paseo junto al lago o por la parte antigua de la ciudad.
4. Bergen. Paraguas, paseos y sopa caliente
Bergen es chulísimo pero tiene un problema con la climatología: aquí llueve mucho, demasiado, unos 200 días al año. Oslo tiene la capitalidad, pero Bergen tiene todo lo demás: los monumentos, la gracia y los fiordos, pues a partir de este punto hacia el norte, la costa noruega es una sucesión de montañas que emergen de las aguas. A pesar de su importancia, Bergen es disfrutable en un día. Hay que reservar una hora para conocer las tiendas (la mayoría de artesanos) del Bryggen, el barrio viejo de la ciudad. Construido con cuatro duros hace trescientos años para acoger a la comunidad de pescadores, Bryggen es todo de madera, desde las casas hasta el mismo suelo de las calles, de ahí que estos siete pasillos estén combados, deformados y torcidos. Dos recomendaciones: la galería Læverkstedet o la coctelería Baklommen, perfecta para tomarse un algo antes de embarcar.
El otro must para cruceristas es la ascensión en funicular al monte Fløyen (320 m.), el pulmón más accesible de toda la ciudad. La atracción cuesta 70 coronas (viaje de ida y vuelta), y regala una panorámica perfecta de Bergen y del fiordo. Lo ideal es subir en el funicular y bajar andando (sí, aunque se haya pagado la vuelta) para disfrutar de una breve caminata entre pinares. Tras el paseo, si hay apetito, éste se puede calmar en los chiringuitos de comida del mercado de pescado de la ciudad. Hay de todo, desde puddings de pescado por 80 coronas hasta platos combinados (ensalada con salmón ahumado, por ejemplo, por 140 coronas) pasando por asunto más serios como platos de degustación de ahumados y marisco por 250 coronas. El mercado es ideal para realizar compras gastronómicas: en cualquier de los puestos preparan al vacío todas las variedades de salmón ahumados que venden o, incluso, la carne de ballena. A apenas un par de manzanas del mercado, en la calle Strand, se encuentraSöstrene Hagelin, un negocio casi centenario en el que sirven sopa de pescado con verduras.
5. Flåm. Día de superlativos
La ventana del camarote nunca engaña y lo que nos muestra en esta ocasión (mucho verde, mucha pared de fiordo, alguna casa de madera solitaria...) es aperitivo previo a Flåm. Estamos en el fiordo de Aurland, un hijo pequeño del de Sogn, el fiordo más largo del mundo y auténtico laberinto de piedra y agua. Flåm es uno de los pueblos estrella de la región: en él apenas viven 500 personas pero recibe la visita anual de 500.000 turistas, la mayoría de cruceros. Casi todos ellos hacen un alto aquí para subirse al tren del pueblo y llegar hasta Myrdal, un trayecto tan bucólico, tan melosamente noruego que parece un parque temático. Lo que hay entre uno y otro punto se puede imaginar: puros paisajes rurales noruegos, con cascadas, ríos encajonados entre barrancos o antiguas granjas.
En Myrdal se hace una breve parada, un cambio de tren y, voilà, llegamos a Voss, pueblo idílico a un lago pegado, famosísimo por varias razones. Una, tiene sólo 6.000 habitantes pero acumula 18 medallas de los Juegos Olímpicos de Invierno. Dos, el agua de sus manantiales es una de las más caras del mundo, a unos 5 euros la botella (reconocible por su forma cilíndrica) que no llega ni a un litro. Tres, es una de las capitales de turismo activo en Noruega, por concentrar en su alrededor ríos idóneos para la práctica de rafting de niveles 3, 4 y 5; lagos para la pesca o el piragüismo. De Voss se regresa a Flåm pero por carretera, a través del valle de Stalheim, su carretera de montaña (con pendientes del 18%) y los paisajes de Gudvangeng, una vaguada que se abre paso en un estrecho cañón entre paredes de más de mil metros de altura.
6. Hellesylt y Geiranger. Oda a la fiordofilia
El fiordo de Geiranger es humilde, uno más, pero qué 'uno más'. No esconde grandes poblaciones, sino pequeños pueblos de apariencia idílica (en Noruega, como norma general, lo rural siempre es idílico) en los que parece que nunca ocurre nada. Y, sobre todo, cascadas, muchas cascadas, colas de caballo de varios centenares de metros que caen a plomo y cumbres nevadas.El principal atractivo del fiordo de Geiranger es... el propio fiordo, así que toca abrigarse, coger asiento en cubierta, posar la vista y disfrutar. Así de sencillo. El crucero para primero en Hellesylt que hace nada estrenó un muelle para embarcaciones que es tan grande como el propio pueblo. La villa se recorre en un suspiro, rapidísimo, lo que es toda una ventaja. Basta con asomarse a su cascada, sentir envidieja por las casitas con tejado a dos aguas o echar un vistazo a la iglesita blanca de madera, rodeada por un cementerio impoluto: cuando llegan los cruceros, el jardinero se apresura a dejar la hierba perfecta.
Regresamos a bordo y tras una hora larga de trayecto llegamos a nuestro próximo destino en el mismo fiordo. Geiranger está más versado a la hora de acoger cruceristas pero no más preparado: a pesar de ser una meca del turismo activo, no cuenta con muelle por lo que los desembarcos hay que hacerlos a bordo de lanchas de salvamento (una experiencia más para apuntar en nuestro diario). Una vez allí, el abanico de posibilidades es (casi) infinito: navegar a bordo de un kayak, conocer una granja típica de la región, descenso en bici de montaña, practicar senderismo o paseos en motora por el fiordo para echar un vistazo a sus cascadas y, ojo al dato, a las viviendas situadas en lugares remotos e inaccesibles.
7. Ålesund. Modernismo y agüjetas
Lo mejor que le pudo pasar a Ålesund fue que se quemara por completo. En serio. Ocurrió en 1904, por accidente, un gigantesco incendio la devoró cuando toda ella estaba hecha de madera. Una vez destruida la vieja ciudad fue reconstruida según la moda arquitectónica del momento -el art nouveau-, con piedra y ladrillo y en apenas cinco años. Ello se debió en parte al apoyo económico del káiser alemán; Guillermo II; sentimentalmente vinculado a la ciudad; y al enorme potencial económico que tenía (y sigue teniendo) Ålesund como puerto pesquero. El resultado fue una de las mayores concentraciones de modernismo del mundo y una gran paradoja: Ålesund es un pueblo de pescadores vestido de seda. Aunque su art nouveau es más sobrio, más nórdico y discreto que al que estamos acostumbrados en, por ejemplo, Bruselas o Barcelona, la ciudad es paradójica, inusual y bella.
Lo primero que dice el manual de instrucciones de Ålesund es hay que subir hasta el mirador de Fjellstua del Monte Aksla pero sin la ayuda de funiculares, a través del tramo de 400 y pico escaleras que parten desde el parque de la ciudad. Cansa, regala alguna agüjeta pero merece la pena: la geografía de Ålesund es caótica y explosiva como un fuego artificial. Un paseo por Ålesund dura poco más de hora y pico pero puede prolongarse bien en sus calles comerciales (Kremmergaarden o Kongens), bien en alguno de sus museos: a los que les gusten los bichos, que tomen el autobús para el Aquarium (gigantesco, fundido con la naturaleza) y los que quieran profundizar en el asunto del incendio y el art nouveau, tienen un centro de interpretación con toda la historia reciente de la ciudad.
8. Trondheim. Este es el fin...
Trondheim es muchas cosas: la ciudad más antigua del país, su primera capital, la tercera por tamaño (con unos modestos 140.000 habitantes) y el lugar que alberga el principal centro de peregrinación del norte de Europa: la Catedral de Nidaros. Resumiendo: Trondheim sería el equivalente nórdico a Santiago de Compostela, pero con catedral gótica en vez de románica. Aquí el reloj también aprieta como en Copenhague, así que hay que espabilar para echar un vistazo a la ciudad: el citado templo es imprescindible, aunque sólo sea para echar un vistazo al repertorio de estatuas de reyes y santos que habitan en la fachada; el vecino Palacio del Arzobispo; el colorido barrio de Bakklandet (justo al lado de la catedral, dirección este) con mucha cafetería cool y mucha tienda con encanto; o el principal meollo comercial articulado, como un sándwich, entre Kongens gate y Olav Tryggvasons gate.
Los amantes del diseño escandinavo y los artículos de hogar a precios razonables (aunque en Noruega lo derazonable adquiere nuevos matices) deben dejarse caer por las calle peatonal Thomas Angell gate y las vías vecinas en las que se concentran franquicias escandinavas como Åhléns,Kitch'n o Cornelias Hus. De regreso al barco, es recomendable patearse la calle Fjord donde se concentran unos cuantos mercadillos y rastros de diario como Tante Isabel (en el número 52) o Fretex (en el número 40).
Fuente: El Mundo, España.
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